Rodrigo González, 2012.
Introducción
Desde el siglo XIX, el vertiginoso cambio social de la modernidad ha traído, como consecuencia del desarrollo científico y técnico, un cambio en la experiencia subjetiva moral, estética y axiológica del individuo, aislándolo y minando su sentido de vida personal (Giddens, 1991).
Desde los clásicos planteamientos de Maslow (1954), diversos autores coinciden en manifestar que estamos en una crisis de valores y virtudes, la que se encontraría en la base de muchas de las problemática actuales (Barylko, 2005).
Un fenómeno relacionado con la crisis valórica es la crisis de las instituciones sociales tradicionales, como la familia o la religión.
Ya que la familia es la base fundamental de importantes rasgos interpersonales como el apego y la formación valórica (Bowlby, 1989; Harkness y Super, 1993), estudiar esta institución reviste especial importancia.
Como explica Jaime Barylko (2005) una ruta bien marcada desde niños, un camino bien señalizado, nos ayuda a orientarnos y a no irnos por el barranco cuando la senda es peligrosa. En esta alegoría se representa la importancia de poner límites en la libertad. Los límites nos dan libertad, el consumo sin límites de todo lo que se desea termina por consumir la subjetividad, aislando al sujeto y minado su sentido de vida.
Además de poner límites, es importante que esto se realice validando la subjetividad del Otro. En la realidad socio-histórica ha quedado de manifiesto que los seres humanos en su esfuerzo por guiar a otros por un “buen camino”, han incurrido en diversas formas de violencia física y simbólica (Bordieu y Passeron, 1996). Sin embargo, estos cambios impuestos por Otros no necesariamente provoca los cambios deseados (Montero, 2003).
Una posible escapatoria a esta encrucijada es el cultivo de valores que involucren intrínsecamente al individuo en el amor maduro, dentro de su dinámica de desarrollo integral, en sus distintos aspectos, cognitivo, afectivo y conductual. Ya que el amor permite validar la opinión del Otro dentro de la propia subjetividad (Maturana, 1992; Fromm, 1982).
Sin embargo, nos enfrentamos a una gran dificultad. Las instituciones sociales que por excelencia se han preocupado del cultivo del amor como la familia o la religión se encuentran en crisis. Por ende, es especialmente interesante estudiar cómo estos patrones relacionales y valores van trascendiendo de una generación a otra.
Al realizar sus necesidades, el ser humano institucionaliza transgeneracionalmente sus hábitos, y desarrolla un cuerpo de conceptos, teorías y principios valóricos que legitiman dicho conocimiento, hasta que se integran en un universo simbólico que constituye el conocimiento de sentido común propio de una cultura. A su vez, la distribución social de este conocimiento dependerá de la estructura social en que éste se socializa (Berger y Lukman, 2001).
La socialización primaria es especialmente importante ya que en este contexto se interiorizan los esquemas generativos de conductas y sentimientos asociados a cierta posición social en forma naturalizada y con una poderosa carga afectiva. Por lo que estos esquemas generativos serán persistentes a lo largo de la vida y servirán de base para todo el desarrollo posterior (Berger y Lukman, 2001).
Esta visión de la familia es reconocida actualmente por el Gobierno de Chile, ya que según explican los anteriores gobiernos habían debilitado esta institución (Gobierno de Chile, 2009). Cabe mencionar, que esta opinión coincide con la de muchos estudiosos de la familia en Chile, como Hernan Montenegro (1995), quienes denunciaron que el estado estaba fortalecido sistemáticamente las macro-estructuras en detrimento de la micro-estructura familiar. Estas opiniones le dan pregnancia a la problemática y la ponen en el centro de la coyuntura nacional.
Valores
Las necesidades son condiciones internas que motivan a preservar el bienestar y buscar el desarrollo pleno de las personas, mientras que cuando no son satisfechas pueden mermar nuestro desarrollo y bienestar (Max Neef, 1998).
Gracias al carácter psicosocial del ser humano, las necesidades pueden construirse, como representaciones simbólicas mediadas socio-culturalmente, en forma de valores, manifestándose explícita e implícitamente en nuestras representaciones sociales, de manera coherente con el marco cultural en que se desarrollan (Moscovici, 1979). Los valores constituyen formas socialmente aceptables de satisfacer diferentes necesidades, lo que se ha construido como representación simbólica en la dialéctica histórica entre estructuras y superestructuras integrándose a través de la socialización y experiencias personales en la biografía y autoconcepto personal (González, Marinkovic y Riquelme, 2010).
La teoría de la autodeterminación de Ryan y Deci (2000), postula que la satisfacción de las necesidades psicológicas de competencia, relación positiva y autonomía, se facilitan por la internalización e integración de valores y conductas culturalmente apreciadas, elevando de esta manera el bienestar.
Schwartz (Brinkmann y Bizama, 2000) define los valores como conceptos que tiene un individuo acerca de objetivos que, más allá de la situación, expresan intereses (individuales o colectivos) referentes a un dominio motivacional y que son evaluados en un rango de importancia como principios o metas rectoras de la vida.
Tres son los aspectos centrales de la teoría de Schwartz (Saiz, 2003): el contenido de los valores, la estructura y la jerarquía.
Cada valor se diferencia por su contenido motivacional o metas con las que se relacionan; en base a esto se distinguen 10 tipos valóricos, clasificados en cuatro grandes polos dimensionales: En el polo de la autotrascendencia se incluyen los tipos valóricos de benevolencia y universalismo, en el polo de Conservadurismo integran los tipos valóricos de Tradición, Conformidad y Seguridad, en el polo de la Autopromoción se involucran los tipos valóricos de Poder y Logro, y por último, en el polo dimensional de la Apertura se encuentran los tipos valóricos de Hedonismo, Estimulación y Autodirección.
Estos valores se pueden estructurar como una rueda clasificados en dos dimensiones; Autotrascendencia/Autopromoción y Conservación/ Apertura. Los valores en competencia o conflicto emanan en direcciones opuestas desde el centro; y los tipos compatibles se encuentran más próximos a lo largo del círculo. Por ejemplo; las acciones que expresan el Logro son compatibles con aquellas que manifiestan el Poder, ya que ambos enfatizan la superioridad social. Por otra parte, el Logro es incompatible con la Benevolencia, ya que la búsqueda del éxito personal tiende a obstruir acciones en post del bienestar de quienes necesitan nuestra ayuda. Como se explicó, se postulan tipos de valores distinguidos de manera discreta, sin embargo, estos funcionan como un continuo de motivaciones relacionadas.
Jerarquía de los valores
La jerarquía valórica es entendida como la importancia relativa que un individuo o grupo asigna a cada tipo valórico, es decir la jerarquía da cuenta de las prioridades que se establecen entre los valores. Aquellos a los que se asigna mayor relevancia serán más determinantes en la selección y valoración de las situaciones. A nivel individual esta relevancia puede ser estimada en base a los puntajes de los reactivos del CDV, mientras que a nivel grupal, se calcula el perfil de la jerarquía a partir de los promedios de los índices individuales.
Para estudiar los tipos valóricos, inicialmente Schwartz usaba el IVS (Inventario de Valores de Schwartz); sin embargo, se ha criticado al IVS por ser excesivamente abstracto, por presentar a los valores desvinculados de contextos específicos. Es por esto que el autor construyó el CDV (Cuestionario de Descripciones Valóricas), el cual tiene una adecuada validez discriminante y convergente con el IVS, siendo superior a este último (Saiz, 2003).
Los valores se pueden estudiar integradamente en diversos niveles de análisis; a nivel cultural, grupal (familia u otra institución social) e individual (Ros y Gouveia, 2001). Así se ha estudiado, por ejemplo, que existe una relación entre la cultura y la estructura familiar, lo que se traduce en diferentes patrones de valores familiares entre padres e hijos. Sin embargo, una cultura puede integrar dentro de sí diferentes tipos valóricos a nivel individual y no se debe a partir de una cultura suponer una homogeneidad de valores individuales.
Los valores en el individuo se organizan en una estructura compleja de conocimientos con una carga fuertemente motivacional, en una especie de escala o pirámide axiológica mediatizada por el contexto social, lo que ayuda al sujeto a tener un sentido de identidad, ya no sólo a nivel individual, sino también de su propia comunidad, lo que entrega una forma coherente de orientación de la persona en relación con su entorno (Rokeach, 1973). Es por esto que los valores pueden funcionar como criterios superiores dentro de la pirámide cognitiva, que nos permiten categorizar los distintos elementos de nuestra realidad social de una manera significativa (Tajfel y Fraser, 1978) y estructurar el proyecto de vida a lo largo del tiempo, dándole un sentido a nuestras existencias (Zuazua, 2001); gracias que los valores funcionan como criterios, podemos evaluar las consecuencias de la conducta (tanto la propia como la de otros); es decir, los valores pueden ser utilizados como recursos éticos, además de servir para que el sujeto se conozca a sí mismo y a los demás.
El modelo Hall-Tonna permite integrar el estudio de los valores dentro de la dinámica general de desarrollo humano (Bunes y Eléxpuru, 2006). Según este modelo, el ser humano pasa por una serie de de fases de desarrollo, que predicen la aparición de valores en un orden jerárquico:
1º fase se centra en los valores de supervivencia y seguridad; se tiene una visión de mundo sobre la cual no se tiene control y se contempla al yo como el centro de un mundo hostil y opresivo.
2º fase, de pertenencia, se centra en valores asociados a la familia y las instituciones, en la cual se tiene una visión de mundo como un problema en el cual uno debe aprender a manejarse; el yo busca la aprobación mediante el éxito.
3º fase, de autoiniciativa, se basa en los valores de vocación y realización se tiene una visión de mundo como un proyecto en el que uno debe participar y el yo se concibe en un constante proceso de autorrealización.
4º fase, de interdependencia, se logran valores como la sabiduría y la implicación en el desarrollo de un nuevo orden mundial, se tiene una visión de mundo como un misterio que se debe cuidar, lográndose una armonía satisfactoria con el medio.
Para pasar de la primera a la segunda fase se necesitan el desarrollo de competencias y habilidades instrumentales; para pasar de la segunda a la tercera se requieren habilidades interpersonales; para pasar a la cuarta el desarrollo de habilidades imaginativas; y finalmente en la última etapa se desarrollan habilidades sistémicas.
Según argumentan Bunes y Eléxpuru (2006), los valores anticipan el potencial del individuo, debido a que los valores están condicionados por la experiencia.
Cuando las personas recuerdan experiencias positivas tendrán una mayor capacidad para simbolizar valores que los orienten hacia el futuro y a la imaginación (de la tercera y cuarta fase), manifestando mayores niveles de autoeficacia en el presente, y por lo tanto, experimentando afectos positivos y un más elevado bienestar (Bunes y Eléxpuru, 2006).
Por el contrario, experiencias traumáticamente negativas, favorecen una orientación hacia el recuerdo del pasado, lo que dificulta la simbolización de valores orientados hacia el futuro, restringiéndose las tendencias axiológicas en torno a valores de autopromoción y seguridad, que son los objetivos perseguidos cuando se vive una realidad externa amenazante y hostil: necesitamos evitar el dolor y tendemos a estar centrados en nosotros mismos y a desconfiar de los demás. Como consecuencia de esto, del fracaso en experiencias pasadas, se experimenta culpa, y ésta se transfiere al futuro en forma de temor y ansiedad y en nuestro presente se manifiesta como baja autoeficacia (Bunes y Eléxpuru, 2006).
Basado en el modelo de Hall-Tonna los valores deben comprenderse en el contexto de las experiencias de vida de la persona y como estas le han afectado y en base a esto como logran proyectar sus objetivos vitales hacia el futuro. Esta inquietud puede abordarse por medio del estudio las historias de vida y los objetivos vitales, basándose en la teoría narrativa y el análisis de trayectorias biográficas de Verd y Sánchez (2010), la teoría de la autoeficacia y la autoconcordancia (Sansinenea, Gil, Aguirrezabal, Larrañaga, Otriz, Valencia y Fuster, 2008), y el apoyo social disponible (Goodwin, Costa y Adonu, 2004).
Si bien los valores se han estudiado como variables independientes en cuanto a las metas, normas, actitudes y conductas, no se debe olvidar su estudio como variables dependientes, ya que las circunstancias de vida ofrecen oportunidades o restricciones para la realización de los distintos valores (Bunes y Eléxpuru, 2006): por ejemplo, las personas que trabajan en las profesiones liberales pueden expresar los valores de auto-dirección con mayor facilidad, mientras que tener hijos a cargo obliga a los padres a limitar su búsqueda de valores de estimulación, evitando las actividades de riesgo.
Además, para comprender como se van desarrollando los valores es necesario conocer cuales son la habilidades instrumentales, interpersonales, imaginativas y sistémicas de la persona, ya que de eso va a depender que se logren realizar de forma habitual hasta configurar una virtud. Las virtudes (Gonzalez, 2003) son una disposición estable para obrar el bien. Los hábitos son capacidades adquiridas por la constante práctica de un ejercicio. El hábito se transforma en virtud en la medida que a través de ella se logra la realización de principios valóricos, en forma armónica con el cumplimiento de las normas, en un proceso de constante perfeccionamiento de las facultades humanas, en cuanto existirían tantas virtudes como facultades. En caso contrario se les llaman vicios. Dentro de nuestro estudio, aquellas aquellos patrones de conducta relacionales positivos que se relacionen con valores, podrían constituir virtudes.
Según Schwartz (en Ros y Gouveia, 2001) variables como las metas (Locke, 1976), los proyectos personales (Little, 1999), así como las tareas vitales (Cantor, 1987), y los afanes personales (Emmons, 1992) pueden considerarse expresión de los valores en contextos específicos; por lo tanto, los valores pueden tener un significado asociado a un objeto ambiental, influyendo en las expectativas y valencias que atribuimos a la realidad y definiendo una actitud determinada (Feather, 1992; Feather, Norman y Worsle, 1998).
Se ha descubierto que las metas a corto plazo aumentan el rendimiento pero disminuyen la motivación intrínseca (cuando no aumenta el sentido de autocompetencia), mientras que las metas a largo plazo favorecen la motivación intrínseca, aunque no aumentan significativamente el rendimiento (Deci y Ryan, 2000). Al mismo tiempo, se ha encontrado que los valores son mejores predictores de intenciones de conducta a largo plazo, mientras que las metas lo hacen mejor con las intenciones de conducta a corto plazo (Eyal, Sagristano, Trope, Liberman y Chaiken, 2009), por lo cual se puede deducir que los valores, a diferencia de las metas, se relacionarían con una mayor motivación intrínseca.
Las personas se sentirían motivadas tanto a disminuir la discrepancia entre sus metas y las retroalimentaciones del medio, a través de la ejecución de un plan, o a aumentar la discrepancia, en un sentido positivo de diferenciación, tanto de lo normativo como de lo personal, entre los logros y el ideal, adquiriendo una actitud más proactiva frente a las metas, a través del establecimiento de objetivos más ambiciosas y exigentes. (Reeve, 1999). Por ejemplo un padre que tenía como ideal que su hijo sea profesional, una vez que lo logra ejecutar dicho plan, se sentirá motivado a distanciar sus metas de su anterior ideal. A medida que el padre vaya consiguiendo metas importantes en su vida, va a ir aumentando su nivel de autocompetencia, y sintiéndose motivado nuevamente a distanciar sus metas del ideal y así sucesivamente.
Según Barylko (2005) el desafío hoy en día no es tanto tener valores sino más bien que estos se concreticen e acciones y luego en virtudes. Por lo que es fundamental profundizan entre la relación entre los valores y la conducta.
Una simple meta que la un padre o madre se proponga puede convertirse en un valor sincero al moralizarse cuando esta preferencia se acepte, tanto cognitiva como emocionalmente, integrándose a la identidad. Una vez que la preferencia se asocia a una emoción se vuelve resistente al cambio, muestra una intensa durabilidad y hace posible que las personas se resistan a realizar conductas contradictorias con el valor adquirido. Un ejemplo de esto, es cuando el un padre tiene una preferencia por el vegetarianismo por razones de salud (valoración cognitivo-racional) y posteriormente añade a sus creencias la idea de que comer carne es un acto cruel y repudiable por atentar contra la vida de otros seres vivos (valoración emocional-moral). Los valores moralizados se expanden más allá del individuo, hasta el nivel cultural, gracias al respaldo social e institucional, permitiendo de esta manera la comunicación en torno a metas e intereses; es por esto que los valores pueden funcionar como elementos mediadores en las dinámicas a nivel interpersonal (Rozin, 1999).
Basándose en la teoría de la acción planificada (Ajzen, 1988 en Ros y Gouveia, 2001), las teorías de la identidad social (Tajfel y Fraser 1978) y las de disonancia cognitiva (Festinger, 1957), Rokeach (1973, en Ros y Gouveia, 2001) plantea que las personas al cuando comparen sus actitudes y conductas con sus propios valores, y los de su grupo de referencia, se van a sentir motivadas a disminuir las discrepancias entre valores, actitudes y conductas para lograr una mayor coherencia.
Según concluyen Kristiansen y Hotte (1996, en Ros y Gouveia, 2001) aunque las relaciones entre valores y actitudes son innegables, la magnitud de dichas relaciones es modesta, y exponen diversas variables que moderan dicha relación: las personas de alta autovigilancia apelan a los valores del grupo para justificar sus actitudes, las cuales cumplen una función utilitaria. Contrariamente, las actitudes cumplen una función expresiva de valores en personas de una baja autovigilancia. Otra variable moderadora que viven en culturas en que se validan la conformidad y el uso del poder, tienden a guiar más por normas que por los propios valores.
La orientación ética también parece ser una variable mediadora, Según Kholberg (Kohlberg, L., y Ryncarz, R. 1990), en el nivel preconvencional el niño se basa en la obediencia en base a la gratificación y el castigo, en la fase convencional el razonamiento moral se basa en ser aceptado y el cumplimiento de normas, en la fase postconvencional las personas se comprometen con sus propios criterios y, finalmente, aparece la perspectiva cósmica, que se relaciona con el desarrollo de una perspectiva autotrascendente. Según este planteamiento, mientras mayor sea el nivel de desarrollo, mayor sería la consistencia esperada entre valores y conducta, ya que se espera en las fases más elevadas una mayor capacidad para simbolizar abstracciones y evaluar consecuencias a lo largo del tiempo.
Los valores también pueden estar relacionados con la elaboración e interpretación de las normas (Falcón y Tella, 2004). La investigación sobre las conductas normativas se ha centrado en patrones de conducta que están sujetos a sanción o refuerzo y son observadas por la mayoría de los miembros del grupo. Generalmente, se han considerado como un producto funcional para el grupo y sus integrantes, ya que a nivel grupal ayudan a resolver conflictos e intereses, ayudan a la consecución de metas comunes inhibiendo obstáculos y reforzando acciones en post de su consecución, refuerzan la identidad grupal y permiten la expresión de ciertos valores grupales, mientras que a nivel individual orientan el pensamiento y la acción sobre todo en situaciones novedosas y ambiguas (Brown, 2000).
Sin embargo, hoy en día abundan las normas perversas de carácter disfuncional, una discrepancia entre la norma descriptiva y la prescriptiva, debido al la desmoralización y sentido de incompetencia para cumplirlas, tanto de quien las promulga, como de sus subordinados (Fernández-Dols, 1993). Una posible causa se encuentra en la pérdida de las bases axiológicas que sustentan dichas normas; según Maritza Montero (2003), cuando se intentan hacer cambios sociales recurriendo a la imposición de normas, se tiende a generar hipocresía y corrupción, relajándose los esfuerzos por cumplirlas, ya que no se han transformado los hábitus (entendido como esquemas generativos de conductas y sentimientos asociados a una posición social) que la sustentaban, las que a su vez dan cuenta de patrones conductuales repetidos de forma mecánica, con una base socio cultural de normas y creencias naturalizadas. En la familia esto se vivencia cuando muchas normas puestas por los padres no se respetan y por lo tanto se cambian permanentemente o se intentan imponer mediante la fuerza, pero esto genera que los hijos hagan las cosas a escondidas o superficialmente, sin un verdadero interés por cumplir.
Patrones de conducta interpersonales
La conducta interpersonal es aquella conducta relacionada abierta, consciente, ética o simbólicamente con otro ser humano real, colectivo o imaginado (Leary, 1957). El estudio de esta área de conocimiento en psicología se inicia con Leary, quien recoge las ideas de Sullivan elaborando un modelo de evaluación de la conducta interpersonal.
A partir de este modelo surgieron otras formas de evaluación, unos de los más importantes el Circumplex interpersonal de Wiggins. Este autor propone las Escalas de Adjetivos Interpersonales (IAS) como un instrumento que permite evaluar ocho estilos relacionales alrededor de dos ejes ortogonales, de poder (DOM) y afiliación (LOV), que han sido relacionados necesidades universales (Wiggins, 1991).
Por otro lado, Bowlby (1989) con la teoría del apego, propone que la búsqueda de apego interpersonal es el primer objetivo del ser humano en su desarrollo. Es un impulso innato del sistema de apego que tiene el propósito de mantener la proximidad del niño con su cuidador en condiciones amenazantes y proveer un sentido de seguridad en situaciones menos amenazantes en las que la exploración del niño es facilitada (Bowlby, 1989).
Desde entonces se han realizado diversas clasificaciones de los estilos de apego. Por ejemplo, Hazan y Shaver (1987) clasificaron el apego adulto en: apego seguro y dos tipos de apego inseguro: 1) ansioso-evitativo y 2) ansioso-ambivalente.
El apego seguro se caracteriza por sentir satisfacción con las relaciones profundas e íntimas y por la confianza en que los otros significativos responderán a las necesidades del sujeto. El apego evitativo se caracterizan por cierta autosuficiencia afectiva y se sienten incómodos intimando con otros o dependiendo de ellos. El apego ambivalente siente que los otros significativos responden de forma inconsistente a sus necesidades, esto los lleva a demandar continuamente atención de sus cercanos y a sentir gran cantidad de ansiedad cuando se siente ignorada.
Se han realizado estudios sobre los estilos de vinculación de adultos, y encontraron que los diferentes estilos de vinculación se corresponden con diferentes tipos de problemas interpersonales (Bartholomew y Horowitz, 1991).
Los estudios en terapia familiar acerca de los mecanismos de la comunicación son muy relevantes en este campo, ya que no estudian los rasgos de los actores y las condiciones ambientales en forma independiente, más bien estudian precisamente la interacciones en si misma (Watzlawick, Beavin y Jackson, 1967).
Desde una perspectiva cognitiva, se ha teorizado acerca del modo en que los sujetos construyen su identidad personal a través de la interacción, constituyendo la visión de sí mismos y del mundo, de manera que van organizando la experiencia en función de la construc¬ción de significados personales y a la vez esta representación de sí mismo y de los Otros se traduce en una conducta interpersonal (Maristany, 2008)
Construcción subjetiva de los significados relacionales
Ahora bien, por lo general los estudios investigan sobre los valores y los patrones relacionales con cuestionarios, es decir, desde una perspectiva subjetiva, sin observar la conducta directa. Por lo tanto, es importante reflexionar sobre cómo los participantes de la investigación han construido una narrativa que luego es expresada en los cuestionarios cuando los investigadores les piden que se atribuyan los adjetivos interpersonales, los valores y los estilos de crianza de sus padres, etc.
Desde el constructivismo, Bruner (1994) explica que existen dos modalidades de funcionamiento cognitivo, vale decir, dos maneras diferentes, aunque complementarias, de conocer y de construir la realidad, el paradigmático y el modo narrativo.
El pensamiento paradigmático es más abstracto y funciona según una lógica digital, debido a que está interesado en los aspectos conceptuales más universales o generales, la capacidad abstractiva del pensamiento narrativo surge de su interés por lo particular.
El pensamiento narrativo consiste en contarse historias de uno a uno mismo y a los otros, al narrar estas historias vamos construyendo un significado con el cual nuestras experiencias adquieren sentido analógico dentro de dicha trama narrativa. Entonces, debemos entender que los sujetos que responden la encuesta al adscribir un significado particular a la forma de ser de sus padres o de sí mismos lo realizan a partir de la narración o auto-narración de sus experiencias vitales, y es a partir de esta narrativa logran extraer (usando el pensamiento paradigmático) algunos rasgos generales que luego identifican con sus padres, hijos o con ellos mismos.
El sentido común define la vida como un camino, un recorrido orientado en una dirección, que implica un inicio y un fin. Esta concepción subyacente permite que el relato se organice en secuencias relacionadas, proporcionando así un sentido a la narración, a esta coherencia con sentido se le llama superestructura narrativa. Se trata de una forma de entender “la vida” como un todo, un proyecto coherente y orientado. Dentro de esta lógica, se seleccionan acontecimientos significativos, estableciendo relaciones entre ellos y proporcionando una coherencia a un determinado proyecto de vida (Verd y Sánchez, 2010).
Además del relato, la superestructura narrativa incluye macro-proposiciones que son las encargadas de la inserción de la secuencia narrativa en el texto que la rodea: se trata del resumen y la moraleja.
Verd y Sánchez (2010) destacan el papel que cumplen los sucesos vitales como puntos de inflexión en las narrativas y el grado de satisfacción asociado a dicho suceso vital. A la vez, la perspectiva del presente condiciona la selección temática de los recuerdos y el vínculo temporal entre ellos. En este sentido, las narraciones biográficas proveen información sobre el presente del informante, así como de su pasado y de sus perspectivas de futuro.
Desde otra perspectiva los significados que atribuyen los padres a sus hijos y a sus progenitores, pueden entenderse desde otra perspectiva, relacionada más con la proyección hacia el futuro que con el recuerdo del pasado. Para Zuazua (2001) los valores otorgan significado a la vida, ya que representan formas de estar en el mundo, con los cuales la persona se compromete y construye su identidad basándose en ellos a través de un proceso de negociación con su pasado y a partir de esto se proyectan todas las metas y proyecto de vida. Para llegar a esta concepción el autor indaga en las formas de construir significados. Según explica, el significado es esencial y se descubre mediante la autotrascendencia, progresando más allá del interés por sí mismo y dirigiéndose hacia otros en una relación de cuidado o en el avance de causas sociales, o comprometiéndose con un valor de orden superior. El significado está relacionado con la presencia o ausencia del sentimiento de que uno puede dar sentido o encontrar orden o coherencia en su propia existencia.
Además Zuazua (2001) destaca la importancia, para la construcción de significados, que tienen creencias y procesos relacionados con la autoeficacia (Bandura, 2006) entendidos como las creencias de la persona acerca de sus capacidades para ejecutar ciertas tareas, lo que tiene implicancias motivacionales importantes, por ejemplo, a una madre podría desear que su hijo llegue a ser una buena persona, pero debido a que percibe que ni sus competencias parentales, ni su medio social facilitan la realización de dicho logro, va a construir su proyecto de vida en el que sus objetivos que se ajusten mejor a sus posibilidades, y por lo tanto, el sentido de coherencia que se le atribuye a los significados será distinto. Quizás cuando su hijo tenga conductas prosociales, no las interprete como tales, sino más bien como que quiere aparentar ser bueno para conseguir sus propios objetivos. Otro aspecto importante para la construcción del proyecto de vida y la construcción de significados es la sensación de la persona de que está guiando sus conductas por motivaciones intrínsecas y no porque el medio se las imponga, a esto se le llama autoconcordancia (Sansinenea, Gil, Aguirrezabal, Larrañaga, Otriz, Valencia y Fuster, 2008), por ejemplo, un padre que le da pensión alimenticia a su hijo y se reúne semanalmente con él, ya que eso ha sido dictado por una sentencia judicial, puede interpretarlo como un deber y no necesariamente como una expresión de consideración hacia su hijo, lo que se manifestará en la dimensión de calidez cuando se le pida a los padres que identifiquen ciertas conductas parentales.
Estilos parentales y dimensiones de la relación Paterno-filial
Como ya se explicó, los patrones de conducta interpersonales se forman desde la primera infancia. Desde los estudios clásicos de Baumrind (1991) quien clasificó los estilos parentales en Autoritario, Democrático y Permisivo, muchos investigadores han indagado la asociación de dichos estilos con distintos indicadores de funcionamiento positivo y negativo.
Estos primeros estudios topológicos dieron paso a un enfoque complementario, sugerido por otros estudiosos, quienes sugirieron que se investigara la relación padre-hijos desde un enfoque dimensional. Por ejemplo, Brian Barber y sus colaboradores (Florenzano, Valdés, Cáceres, Casassus, Sandoval, Santander y Calderón, 2009), plantearon un modelo interaccional, que luego validó en un estudio transcultural, diseñando la escala CNAP (Cross National Adolescent Program) y describiendo tres dimensiones de estilos de parentalidad: La dimensión “Aceptación-Rechazo” tiene un polo positivo caracterizado por compartir experiencias, expresar afecto hacia los hijos, y uno negativo caracterizado por desinterés, negligencia y rechazo. Por otra parte, la dimensión “Control Psicológico” se refiere a un tipo de control parental que interfiere en el desarrollo psicológico y emocional del niño invalidando sus sentimientos, restringiendo las expresiones verbales, retirando el amor e induciendo la culpabilidad. Finalmente, la dimensión “Control conductual” se centra en “control firme vs control laxo” y se define por “dejar hacer” en un polo y estrictez en el otro polo. Esta dimensión indica el grado en que los padres establecen reglas y regulaciones y las hacen cumplir, poniendo límites a las actividades del adolescente.
Otros estudios, con muestras latinas (Domenech, Donavick y Crowley, 2009) han propuesto estudiar de forma independiente la dimensión autonomía otorgada, ya que consideran que esto permite explicar algunos resultados contradictorios que se han generado ocupando la clasificación tradicional en muestras latinas. Por ejemplo, se observó un estilo parental democrático predice resultados positivos solamente en el desarrollo infantil de niños blancos, y que no es evidente la misma asociación en familias latinas. Esta dimensión permite distinguir otros estilos parentales, por ejemplo, distingue el estilo democrático que favorece la autonomía de del estilo protector que entrega calidez y exigencia paterna al igual que el democrático, pero que no favorece la autonomía, por lo que se consideró importante incluir esta dimensión de forma independiente del Control Psicológico.
En general, los estudios indican de forma clara la importancia del afecto y la comunicación para el ajuste adolescente, su bienestar y adecuado desarrollo psicosocial (Oliva, Jiménez, Sánchez y Lopez, 2007). Por ejemplo, en Chile Florenzano, Valdés, Cáceres, Casassus, Sandoval, Santander y Calderón (2009) estudiaron la variación de las conductas de riesgo y sintomatología depresiva en adolescentes, según los estilos de crianza parentales, en una muestra representativa de estudiantes de enseñanza media de la Región Metropolitana. Para esto, aplicaron el instrumento Cross National Adolescent Program, de Barber, adaptado y validado para Chile.
Este estudio verificó el modelo explicativo de Barber, que plantea que el apoyo parental se correlaciona positivamente con la iniciativa social de los hijos, que el control psicológico se correlaciona positivamente con síntomas depresivos y el control conductual lo hace negativamente con la conducta antisocial (Florenzano, Valdés, Cáceres, Casassus, Sandoval, Santander y Calderón, 2009).
Otras variables involucradas en las relaciones paterno-filiales
Ahora bien, la relación padre e hijo no se lleva a cabo en el vacío, incluso algunos autores prefieren hablar sobre un espacio interactivo multiinfluenciado (Arranz, 2004), en realidad se han identificado diversos factores que mediatizan la expresión de los distintos estilos parentales y a las dimensiones de Aceptación, Control positivo, Control Psicológico y Promoción de la Autonomía, que se enumerarán a continuación:
1º Se ha reconocido la importancia de estudiar la contribución del niño a la relación paterno-filial, y sus rasgos de personalidad. Además de su edad, sexo y el orden de nacimiento dentro del total de hijos (Raya, Herruzo y Pino, 2008). Al parecer, los niños con temperamento difícil son más difíciles de criar, de manera que su temperamento se tiende a asociar a estilos parentales disfuncionales. Los jóvenes de más edad desean mayor autonomía que cuando niños, lo que es fuente de conflicto, y por lo tanto tienden a percibir que les entregan menos cariño y son más severos con ellos. Según diversos estudios las relaciones entre padres, madres, hijos e hijas varían de acuerdo al sexo, sin embargo los resultados parecen ser poco claros, en general los varones tienden a percibir que sus padres y madres son más estrictos y menos cariñosos. En cuanto a la posición dentro de la estructura familiar, se ha observado que los primogénitos tienen una mejor relación con los padres y también se ha visto que en las familias más numerosas es más habitual el uso de estrategias autoritarias.
2º También es importante estudiar factores de personalidad, creencias y los valores de los padres. Se sabe que la estabilidad emocional, la amabilidad y la responsabilidad se asocian a una mejor disposición hacia los hijos. Los valores asociados a la benevolencia se asocian a bajo control psicológico y alta calidez, mientras que valores más conservadores se asocian a lo contrario. Además la personalidad y los valores se encuentran relacionados, la benevolencia tiende a asociarse a amabilidad y responsabilidad. También puede que la personalidad tenga una influencia indirecta en las prácticas parentales, ya que la estabilidad y responsabilidad se asocian a satisfacción, mientras que el neuroticismo y psicoticismo se relacionan de forma negativa a la satisfacción marital (Aluja, Del Barrio y García, 2006). Cabe destacar que en el presente estudio se abordará la personalidad desde una perspectiva interpersonal. También son relevantes creencias parentales, que agrupan una serie de variables como la autoeficacia, satisfacción, prolepsis (proyección en el hijo de ciertos valores), expectativas, locus de control (Arranz, 2004).
3º Además, se ha visto que el estilo parental se asocia al nivel de satisfacción marital, es decir la forma que se relacionan los padres entre ellos afecta la forma en que se relacionan los padres con los hijos e hijas, aunque también se puede comprender esta relación en sentido contrario (Aluja, Del Barrio y García, 2006).
4º Como ya se ha explicado los factores culturales y étnicos pueden ser decisivos para comprender la forma en que los estilos se asocian a indicadores de funcionamiento positivo (Domenech, Donavick y Crowley, 2009).
5º Cuando el estilo parental ha sido examinado diversas muestras, ha quedado claro que la prevalencia de estos estilos varía en función del estrato socioeconómico (Raya, Herruzo y Pino, 2008). Esto involucra factores como nivel de ingresos, estatus, nivel de estudios y ocupación.
6º El sexo del padre también afecta la relación paterno-filial. Las madres tienden a mostrar prácticas parentales más cercanas al estilo democrático, mientras que los padres muestran prácticas más cercanas al estilo autoritario, sobre todo en lo que a las prácticas disciplinarias se refiere. Sin embargo, a pesar de las diferencias según sexo del progenitor, los padres que usan estrategias parentales acordes con el modelo autoritativo tienden a tener parejas con un estilo parental similar. En contraste, los padres que usan estrategias parentales menos efectivas tienden a estar más en desacuerdo con sus parejas, lo que genera un estilo familiar confuso y poco efectivo (Raya, Herruzo y Pino, 2008).
7º Estudios (Raya, Herruzo y Pino, 2008) han revelado que los chicos de familias democráticas tienen mejor rendimiento, aplicaban estrategias más adaptativas en situaciones académicas, y los padres tenían altas de expectativas, presentaban un alto nivel de implicación en las actividades académicas y alta autoeficacia. La implicación de los padres: implica actividades como entrevistarse con el tutor, ayudar al chico con los deberes, implicarse en los órganos de la escuela y participar en las actividades extracurriculares. Estos resultados revelan que los procesos de socialización en la escuela están estrechamente relacionados con la socialización al interior de la familia.
8º Otro factor relacionado con la relación pareto-filial, son la cantidad de horas que se comparte con el hijo o hija y la calidad de dicha relación. Relacionado con este factor es la participación de otros familiares o cercanos en la crianza de los hijos, ya que se ha constatado que el apoyo de otros en la crianza se asocia a mejor comunicación parental, mayor compromiso y autonomía materna y el apoyo percibido por los progenitores (Raya, Herruzo y Pino, 2008),
Modelo teórico que explica la relación entre los valores y patrones relacionales en el contexto de la socialización primaria.
Muchas investigaciones han argumentado que los valores de los padres y las metas a través de las que socializan a sus hijos son determinantes críticos de los comportamientos parentales (Raya, Herruzo y Pino, 2008). Estas metas de socialización incluyen la búsqueda de la adquisición por parte de los niños de habilidades y conductas específicas (como las académicas), el desarrollo por parte del niño de cualidades más globales como son la curiosidad, el pensamiento independiente, la espiritualidad y/o la capacidad de experimentar ciertas emociones.
Aunque estas metas y valores tienen un efecto directo sobre los comportamientos parentales, es sólo a través de estos comportamientos que estas metas pueden influir en el desarrollo del niño (Raya, Herruzo y Pino, 2008).
Resumiendo los temas abordados, los intentaremos integrar de forma sucinta, de manera que se entiendan como un todo coherente.
Como se puede apreciar en la figura de arriba los valores y los patrones relacionales (como el apego y los estilos interpersonales) se transmiten de una generación a otra por medio de los procesos de socialización, los valores no se transmitirían de forma directa, sino a través de las relaciones paterno-filiales. La socialización se realiza mediante distintos estilos de crianza caracterizados por variables, como la calidez, el control conductual, el control psicológico y la promoción de la autonomía. Además esta transmisión de valores y patrones relacionales se realizan en un contexto, de manera que hay distintas variables implicadas, como la personalidad del hijo, la personalidad y valores del padre y madre, por la calidad de la relación marital, por la etnia, estatus socioeconómico, sexo del padre y de los hijos, edad de los hijos y su posición en la estructura familiar, grado de participación de los padres en la educación de sus hijos, cantidad de tiempo que se comparte con los padres y apoyo de la familia extensa.
Además hay otras variables distales, más lejanas a dentro de la explicación causal, aunque no menos importantes, como los factores culturales, políticas gubernamentales, y normas jurídicas (Hernan Montenegro, 1995).
Relaciones empíricas entre los valores y la conducta interpersonal
Algunos autores dan luces de que ciertos valores favorecerían en mayor medida relaciones positivas; por ejemplo, los valores asociados a la autotrascendencia y la apertura al cambio se encuentran asociados a un liderazgo transformacional y satisfacción laboral (Nader y Castro, 2007; Arciniega y González, 2005).
O el valor benevolencia, que tiene una fuerte relación con la empatía (Balliet, Joireman, Daniels y George-Falvy, 2008); Schwartz (en Ros y Gouveia, 2001) destaca que los grupos que hacen énfasis en los valores de conservación tienen una menor disposición al contacto, al contrario de los que hacen énfasis en valores de autodirección, estimulación y valores autotrascendentes, los cuales correlacionan positivamente con la disposición al contacto exogrupal.
Rim (1975) comparó los valores de las personas que respondían de distinta forma a las situaciones interpersonales típicas. La aceptación se asocia a valores asociados a Autodirección, Universalismo, Benevolencia y un valores de Seguridad llamado seguridad familiar; la desconfianza se presenta en personas con valores asociados al Logro y bajos puntajes en los valores asociados al Universalismo y Benevolencia; la repulsión se encuentra presente en personas con valores asociados al Logro, Autodirección y la seguridad familiar, y las personas con baja repulsión valoraban más valores asociados al Universalismo; el rechazo se asoció negativamente a valores relacionados con el Universalismo, Benevolencia y Conformidad (Rim, 1975).
Los valores de estimulación, hedonismo y benevolencia y baja tradición, conformidad y seguridad logran predecir los niveles de la ayuda social percibida (Goodwin, Costa y Adonu, 2004).
González, Leal, Marinkovic y Riquelme (2010) estudiaron la relación entre los valores y las estrategias de afrontamiento, constatando que los valores de Apertua y Autotrascendencia se asocian al afrontamiento activo, planificación, reinterpretación positiva y búsqueda de apoyo social.
Según Eysenk (1978) los valores tendrían a la base el temperamento. En países en que se valora la rigidización de las normas ante situaciones de estrés, se han encontrado mayores niveles de neuroticismo; así también se ha encontrado una asociación entre individualismo, Apertura y extraversión, además de una relación entre distancia jerárquica con responsabilidad e introversión (Páez, Fernández, Ubillos y Zubieta, 2004). La Benevolencia tiende a asociarse a amabilidad y responsabilidad. (Aluja, Del Barrio y García, 2006).
En cuanto a la relación entre los estilos de crianza y los valores, la Benevolencia se asocian a bajo control psicológico y alta calidez, mientras que valores más conservadores se asocian a lo contrario (Aluja, Del Barrio y García, 2006).
Si bien el apego seguro es predominante en todas las culturas y el tipo ideal de niño se corresponde con el patrón de apego seguro, es innegable que el apego es sensible a influencias culturales. Se sabe que en las culturas colectivistas los padres intentan anticiparse a las necesidades infantiles, lo que potencia un nivel de cercanía y dependencia mayor, mientras que en las individualistas se prefiere que los niños comuniquen sus necesidades antes de actuar, lo que promueve el desarrollo de valores asociados a la independencia. Transculturalmente, se ha observado que el apego ansioso se asocia a menor desarrollo social, al colectivismo y a la validación de la conformidad ante el uso del poder.
Específicamente, en Chile se encuentran un 50% de apego seguro frente a un 23% de evitativos y un 22% de ambivalentes, es decir, niveles relativamente bajos de apego seguro. Sin embargo, estos datos deben ser considerados cuidadosamente, ya que esta investigación se realizado al comenzar los noventa, mientras que existe evidencia de que luego de comenzar el periodo democrático, nos fuimos volviendo ligeramente más cooperativos, más igualitarios y más individualistas, por lo cual, se podrían observar aumentos en los porcentajes en patrones de apego seguro (Páez, Fernández, Ubillos y Zubieta, 2004). Un dato interesante es que, en general, se los valores promovidos por la socialización secundaria chilena y los requeridos en el ámbito laboral son contradictorios con los socializados en la primera infancia, lo cual parece estar inserto en los cambios de valores que estamos viviendo como sociedad, caracterizados por conflictos valóricos entre generaciones (González, Leal, Marinkovic y Riquelme, 2010).
Perspectivas sobre la familia
En una mirada general sobre las distintas perspectivas para el análisis de la familia, se pueden distinguir tres grandes tendencias, una es ver a la familia como un grupo de sujetos que cumple ciertas funciones y por lo tanto son solo un medio a través del cual se expresan valores o metas de la sociedad. Otra perspectiva ve a la familia como un sistema en sí misma, como un conjunto de interrelaciones con vida propia. Y una tercera perspectiva que la ve como un cumulo de individuos comunicados y unidos solo de forma instrumental.
El autor que mejor representa la primera perspectiva sobre la familia es Parsons (Parsons, Shels, Naegele y Pitts, 1961), según este sociólogo los actores sociales realizan actos para la consecución de sus metas, pero estas no se realizan en el vacío, sino que lo hacen mediatizadas por la situación, la cual impone sus propias orientaciones. Distingue el sistema de personalidad, el sistema social, y el sistema cultural; ante este último se subordinarían los otros dos, en tanto que los valores como compromisos con los criterios normativos se imponen en la cúspide del control cultural, definiendo las normas, y éstas, a su vez, el comportamiento.
La familia parsoniana está ordenada jerárquicamente por edad y diferenciada horizontalmente por sexos en objetivos. Este modelo reduce la estructura compleja de la familia a un pacto apoyado en una serie de condiciones exigentes, que deberían asegurar la consistencia interna y su eficaz funcionamiento para la sociedad. Tales condiciones son, en primer lugar un sistema normativo común y que permita el acuerdo con otros subsistemas sociales. De esta manera se entiende la integración familiar como la participación en los valores dominantes en la sociedad, que deberían ser fuertemente interiorizados por los miembros de la familia. En segundo lugar, para poder afrontar las crecientes exigencias adaptativas que proceden del exterior, la familia debe proceder a una división interna del trabajo entre hombres y mujeres mediante la identificación de roles sexualmente diferenciados, asignando el rol de líder instrumental al hombre y de líder expresivo a la mujer. Desde esta perspectiva a las familias que no cumplen estas características se las clasifica como disfuncionales.
Dentro de la segunda perspectiva, la sistémica, se pueden mencionar muchos autores, pero destacamos a Donati (2003). La teoría relacional de la familia de Donati, aclara que la familia no es el producto de un conjunto de individuos que interactúan contingentemente, ni tampoco el producto de un sistema que la sobrepasa de forma impersonal y abstracta, sino una relación, que se conecta con otras redes. La familia es construida como fenómeno social, tiene su propio ciclo de vida y se rige por un código diferente al de otros sistemas (el amor), este principio es una cualidad esencial de la sociedad que permite conectar a través de la familia la esfera pública con la privada.
Como explica Donati, la familia tiene su propio ciclo de vida. Carter y McGolddrick (1980) proponen un ciclo de seis etapas: 1. Entre dos familias; 2. La unión de dos familias; 3. La familia con hijos menores; 4. La familia con adolescentes; 5. La partida de los hijos; y 6. La familia en su última etapa. Este enfoque permite estudiar la familia desde un enfoque transgeneracional de al menos tres generaciones, al vincular emocionalmente a la familia de origen con la de procreación.
Las autoras mencionadas afirman que existen dos fuerzas en permanente tensión dentro de la familia: verticales y horizontales. La verticales se relacionan con las expectativas que proyectan lo progenitores de una generación a otra, mientras que las horizontales se refieren a acontecimiento externos y a necesidades particulares que, de acuerdo a la etapa del ciclo vital de sus miembros, requerirán ser satisfechas. De esta manera, el ciclo de vida familiar se puede estudiar en un modelo espiral que vincula a una generación con otra, reflejando complementariedades recíprocas de las tares de desarrollo de las distintas generaciones. La espiral de la vida familiar es una representación gráfica de los ciclos de los individuos en relación con los ciclos de los individuos de otras generaciones. En este modelo espiral, se van produciendo cambios que oscilan entre la cohesión del sistema familiar y periodos de distanciamiento, de acurdo a la dinámica que se de entre las fuerzas verticales y horizontales.
Las fuerzas verticales y horizontales pueden encontrarse en armonía o conflicto, lo que será regulado por el sistema familiar a través de mecanismos homeostáticos. Cada vez que surja una nueva necesidad, debe ser reconocida y validada por los miembros de la familia, desestabilizando el funcionamiento de la familia, para luego dar una resolución en que se provoca una acomodación de las estructuras intrafamiliares. Como resultado de esta acomodación se pueden generar pequeños cambios de primer grado, que mantienen la unidad y estructura familiar; o cambios de segundo grado, que exigen la redefinición de los roles y revisión de las lealtades y afectos, afectándose sustancialmente la cohesión y estructura familiar, en general, estos cambios de segundo grado deberían ser menos frecuentes que los de primer grado.
Una tercera perspectiva comprende que la libertad característica de las sociedades democráticas y la globalización, han llevado a un aumento de la complejidad social, este aumento de la complejidad social ha involucrado una difusión de las funciones socializadoras, debilitando de esta manera a la familia como unidad funcional la que se ha transformado en un sistema de comunicación cada vez más individualizado y dependiente de la interacción comunicativa entre sujetos, es decir la familia se mantiene unida por el cumplimiento de metas de común acuerdo y guidas por principios de carácter abstracto (no necesariamente afectivos como el amor), lo que es causa de una elevada tensión psicológica. Por ejemplo, el matrimonio se separa por que no están de acuerdo en cómo distribuir roles y recursos económicos, sin considerar tan importante (como en el pasado) las repercusiones en la socialización de sus hijos. Probablemente el autor más representativo de esta tendencia sea Luhman (2001).
Este sociólogo plantea que deberíamos hacer frente a la situación de que todo consenso a través de objetivos y normas es actualmente improbable, ya que la sociedad se ha vuelto demasiado compleja para garantizar la unidad mediante creencias compartidas. Ya no es el ethos el que vincula socialmente, sino principios más abstractos. La familia ya no es la célula de ningún sistema social. Por eso es que los sistemas funcionales de hoy, como los sistemas económicos de mercado y los sistemas judiciales, se han impuesto o sobre el sistema familiar, ya sea desestimándolo, prescindiendo de el o usándolo para su propio funcionamiento (Luhman, 2001).
Luhman (2001) cree que lo que puede unir a las personas hoy en día son los valores. Sin los valores, no habría una base común para la comunicación social, y aunque las conciencias no puedan acceder unas a las otras de forma directa, los valores se ubican más allá de todas las contingencias y permiten que la comunicación se produzca. La moral no es localizable en ninguna esfera sistémica homogénea específica. Cuando un sistema social se hace cada vez más diferenciado, el componente moral se debilita sustancialmente. Los valores elegidos individualmente nunca pueden constituirse en sistemas. Los sistemas son amorales, ya que deben organizar dentro de si operaciones cerradas con valores opuestos. Diciéndolo en términos simples, depende de cada persona.
La mayoría de las personas hoy en día sede un poco de su libertad a cambio de un poco menos de soledad, o un poco más de seguridad. Por lo que, la calidez afectiva de la familia se ha convertido en un recurso apreciado debido a su escases, y como cualquier recurso supeditado a los principios de la oferta y la demanda. No estamos frente al ideal de amor concebido como entrega, sino ante la necesidad de crear una base mínimamente estable, segura y mínimamente habitable en medio de la jungla del asfalto (Serna, 1994).
La distancia afectiva con los miembros de la familia, lleva a los miembros de esta a verse entre ellos como a objetos que pueden ser poseídos o consumidos, asimilándolos a las necesidades de sus propios integrantes, lo que hace del principio de la utilidad el principio supremo de las relaciones humanas. Esta forma de relacionarse ya ha comenzado a institucionalizarse jurídicamente. Lo que ha repercutido en la intervención, casi ineludible, del sistema judicial en tiempos de crisis en la familiar, la intromisión del mundo de los derechos en un espacio social que tradicionalmente estuvo gobernada por el amor, o por el deber ético en el peor de los casos, no en vano nuestra cultura puede caracterizarse perfectamente como una de los derechos (Serna, 1994).
Cada vez se desdibuja más el límite entre los sujetos de derecho y los bienes, por ejemplo, los padres tienen derecho a ver a sus hijos, o el hijo tiene derecho a ser mantenido, querido y recibir educación de sus padres, o la madre tiene derecho a abortar a su hijo, es decir se introduce en el sistema familiar una visión de los miembros de la familia como sujetos de legítimo derecho que pueden ejercer forzadamente sobre otros imposiciones legales. Desde la abolición de la esclavitud se entiende que las personas pueden tener propiedades, pero no ser propiedad. Ahora pueden, al menos ser ya derecho de otro (Serna, 1994).
Esto transforma completamente el rol de los padres, ahora los hijos no nacen del amor, sino de la voluntad, sujetos a toda la lógica del individualismo. Los padres pueden ejercer su voluntad sobre los hijos, haciendo con ellos lo que quieren. Por otra parte, quienes desean, dentro de la misma lógica, proteger los derechos de los niños, ante la tiranía voluntarista de los padres, terminan legitimando el mismo funcionamiento. Se dice que la libertad de uno termina donde empieza la del otro. No obstante, dicho discurso encierra una trampa, ya que pone a los miembros de la familia a la defensiva, unos contra otros, una visión muy distinta a la del amor, que muchas veces implica auto-sacrificio y entrega de la propia libertad para la persona amada.
Además los derechos, como el derecho a la dignidad y a la educación, que se introducen al sistema familiar, no son propios de la paternidad y bien pueden ser ejercidos por cualquier otro ente social, como por ejemplo el estado. Es así como todo aquel que reivindica enfáticamente algo como un derecho se transforma en agente potencial de un abuso del derecho (Serna, 1994). Ese enfriamiento es, el principal efecto perverso de una paternidad voluntarista, que acaba volviéndose contra los propios padres. No es de extrañar, por esto que los adultos mayores terminen solos y o en un asilo de ancianos, la vida es para los seres humanos hoy es un barco hacia la muerte vacía y sin trascendencia, pero más que eso un barco hacia la soledad.
Aún nos queda la esperanza, de que quizás, como planteaba Roger (1996) esta crisis social sean solo los dolores de parto provocados por un nuevo mundo en gestación y el nacimiento de un nuevo ser humano más integro.
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